Cuando una persona falsifica una firma, texto, documento, miente.
Como Peritos Calígrafos, hemos observado muchas veces, cuando realizamos un cuerpo de escritura, que hay personas que están muy nerviosas y otras que apenas se inmutan, en el siguiente artículo, podemos observar, como cognitivamente la mentira se afianza en nuestro cerebro.
Un estudio de científicos de Reino Unido revela que la repetición del engaño hace que el cerebro pierda sensibilidad ante la mentira y se produzca una escalada de falsedades. La investigación, publicada en la revista Nature Neuroscience, proporciona evidencia empírica de cómo ocurre este proceso en el cerebro.
El equipo de la University College de Londres (UCL) escaneó el cerebro de 80 voluntarios mientras participaban en tareas en las que podían mentir para obtener beneficios personales, inclusive la falsificación de firmas en un documento.
Los autores encontraron que la amígdala –una parte del cerebro asociada con la emoción– se activaba cuando las personas mentían para lograr un beneficio. La respuesta de la amígdala a la mentira disminuía con cada engaño, mientras que la magnitud de las mentiras se intensificaba.
Según explica Tali Sharot, investigador de piscología experimental y coautor del trabajo, “cuando mentimos interesadamente, nuestra amígdala produce una sensación negativa que limita el grado en que estamos dispuestos a mentir. Sin embargo, esta respuesta se desvanece a medida que continuamos mintiendo y cuanto más se reduce esta actividad más grande será la mentira que consideremos aceptable. Esto conduce a una pendiente resbaladiza donde los pequeños actos de insinceridad se convierten en mentiras cada vez más significativas”.
La falsificación y la impostura son tan antiguas como la Historia humana. De creer el relato del Génesis, Satanás logró causar la ruina de Adán y Eva convenciéndolos de que era una benévola serpiente. Algo más tarde, en Egipto y Mesopotamia se recurrió a la elaboración de diferentes sellos precisamente para evitar la falsificación de documentos. En el siglo I, precisamente para evitar que falsificaran sus epístolas, Pablo de Tarso señalaba que debían llevar una firma suya al final, firma que se caracterizaba por tener unas letras especialmente grandes, quizá consecuencia directa de una enfermedad visual del apóstol.